Esto se ilustra claramente en el caso de la verdad:
El Yo de una persona quiere seguir el ideal de la verdad y, por tanto, decir la verdad, pero la voluntad de autoconservación, en su calidad de esclava del placer extremadamente terrenal, sabe que una verdad puede tener consecuencias desagradables que preferiría evitar. Así pues, prefiere evitar actuar conforme a la verdad.
De estas dos fuerzas, será la más fuerte en el momento justo antes del acto la que tome la decisión.
La filósofa se opone justificadamente a la noción de que el hombre no tendría entonces ninguna libertad de voluntad y, por tanto, su comportamiento ha de ser irreprochable. Su objeción se basa en los momentos de tranquilidad y reposo en los que el hombre puede reflexionar sobre sí mismo, refinando su conciencia y ajustando el equilibrio de estas fuerzas de tal manera que, de cara a tener que tomar una nueva decisión en el futuro, el punto de partida pueda ser otro. Por supuesto, otros rasgos de carácter innatos o adquiridos desempeñan también un papel importante en toda toma de decisiones, pero éstos también pueden modificarse del mismo modo.
El desarrollo de estos dos opuestos, es decir, la dependencia del placer y la aversión al sufrimiento, puede tomar caminos muy diferentes en el transcurso de la vida humana:
Esta dependencia puede prevalecer durante toda la vida, aplacándola solo ocasionalmente durante aquellos momentos elevados de euforia y sublimación, de armonía con los deseos divinos. Una y otra vez el hombre vuelve a caer en la dependencia del placer y el sufrimiento, pasando de la conducta divina a la innoble y abyecta. El hombre permanece en su estado natural innato: es un ser imperfecto.
Si para el hombre los deseos divinos se convierten en poco más que palabras vacías, si decide actuar exclusivamente en función de lo que le es útil o tiene algún beneficio para él, si ha «soterrado» su alma, entonces se convierte en lo que Mathilde Ludendorff denominaba «muertos parlanchines» (plappernden Toten).
Sin embargo, esta voluntad de autoconservación imperfecta puede ser domada, trabajándose a uno mismo. El intenso deseo de cambiar y el reconocimiento de las propias debilidades (es decir, el autoconocimiento honesto que no se engaña a sí mismo) son requisitos previos indispensables. El dominio de uno mismo resulta tan importante como un examen de conciencia honesto. De este modo y poco a poco, pero cada vez más a menudo, ya no será la voluntad de autoconservación, sometida a lo pragmático y el beneficio propio, la que decida sobre el acto, sino que serán los deseos divinos los que guíen la toma de decisiones.
Esta meta no se alcanza mediante ascetismo o escapismo, ni tampoco acabando con las sensaciones de alegría y sufrimiento. ¡Al contrario! A través de la interiorización de los valores divinos, la experiencia tanto de la alegría como del sufrimiento se hace más intensa, a la par que se agudiza la vista hacia lo noble. Mediante la superación del deseo de maximización del placer y de la aversión al sufrimiento inherentes a la voluntad de autoconservación, y mediante la interiorización de los deseos divinos, el hombre se vuelve «perfecto». De este modo, no se retira y rehuye de la vida, sino que permanece firme ante ella.
Llegados a este punto, la conclusión que sacamos es clara: